Por Tomás Abraham (*)
Me pidieron que escribiera sobre estos treinta años de democracia. Pero hablar del pasado es lo que solemos hacer. Pelearnos sobre lo que nos pasó se lleva gran parte de las energías políticas. Pensar en lo que vendrá exige hablar sobre lo que queremos y cómo conseguirlo.
Pasaron muchos gobiernos, pero la sociedad parece reproducir
los mismos mecanismos que la instalan en hábitos esclerosados. Cambiar de tema
no es fácil, remover estructuras mentales menos.
La palabra “futuro” tiene un sonido raro, como si la
escucháramos por primera vez. Antes de introducirla en la nota, sigamos el
dictado convencional para comenzar desde el principio.
Pasado
La caída de Alfonsín fue el fin del sueño socialdemócrata.
Los modelos políticos españoles e italianos de Felipe González y de Benito
Craxi que se evocaban en aquellos tiempos se derritieron como si fueran de
cera. En 1985, el discurso de Parque Norte se basaba en una idea de modernidad
cultural fundada en valores de pluralismo, tolerancia y equidad. Cuatro años
más tarde, la realidad estaba lejos de reflejar a una sociedad pacificada. La
Tablada y los escombros junto a los cadáveres eran recorridos por un presidente
atrapado y sin salida acompañado por un coronel siniestro: Seineldín.
Esa pretensión socialdemócrata era compartida por el
peronismo renovador. Bajo el paraguas de Antonio Cafiero como la otra cara del
alfonsinismo, la oposición se organizaba de la mano de jóvenes políticos como
Manzano y Grosso. La demolición del sistema progresista y reformador generó una
figura llamada Carlos Menem, que llegaba a la presidencia invocando a Facundo
Quiroga, a la gesta malvinense y con la promesa de la nacionalización de todos
los bienes británicos.
En pocos años, la campaña nacional, popular, rosista y
caudillesca hizo lugar al jolgorio de las relaciones carnales convertidas en
una deuda impagable.
Hecha la incipiente experiencia política posdictadura,
busquemos los términos precisos para calificar a los primeros mandatarios de la
nueva democracia. ¿Fueron malos? ¿Demonios? Uno es calificado como el
presidente de la hiperinflación, de la Obediencia Debida y del Punto Final. El
otro es recordado por ser el de la entrega, el desguace, la frivolidad y la
corrupción. Uno el del estado de sitio y el de la ingobernabilidad, el otro el
de Río Tercero y la AMIA. Por lo tanto, el consenso de la mayoría los tildó
mientras eran operativos de enviados del mal.
(Ciertos homenajes póstumos a ex presidentes son en su
mayoría procesos melancólicos, cuando no hipócritas).
La Alianza fue el fin de otro sueño: el de la importancia de
la ética en política, y el de la creencia de que los males del poder provienen
de la corrupción. La invocación de la mano limpia concluyó en las coimas del
Senado y en la confiscación del dinero de los ahorristas.
En consecuencia, para la crónica reciente, el relato del pluralismo,
de la integración al mundo y de la ética terminó por engendrar monstruos. Así
se consideraron los primeros veinte años de la democracia argentina.
Después se produjo la gran mutación. Hace diez años se
hablaba de anomia, de anarquía, de Estado fracasado. También de trueque, gatos
asados y muerte por hambre en el NOA. Hoy se anuncia que aquella Argentina de
la miseria sólo quedará atrás si este modelo de crecimiento con inclusión sigue
vigente y regente para siempre.
¿Habrá sido así la historia de los primeros veinte años de
democracia? ¿Y así también los últimos diez?
Desde mi punto de vista, el gobierno de Alfonsín tiene sus
méritos. Juicio a las Juntas, apertura y reforma universitaria, creación del
Mercosur, pregón insistente sobre las virtudes de la democracia republicana.
¿Qué decir de las 13 huelgas generales de la CGT entre 1984
y 1988 cuando, dos décadas después, a la reacción del campo por medidas
fiscales inconsultas y arbitrarias se la condenó por ser destituyente? ¿Cómo
calificar la animadversión de una Iglesia representativa de poderosos sectores
económicos y políticos ante un gobierno que había legislado el divorcio y
presumía de una tradición laica? ¿Qué decir de un ejército con poder de fuego y
redes de apoyo político en la sociedad civil que en nombre de Malvinas, el
nacionalismo popular y otras consignas redituables amenazaba con quebrar el
gobierno constitucional? ¿Del vaciamiento bancario? ¿De la condena de la
Sociedad Rural? ¿Del sistema de creencias y conveniencias de la sociedad
argentina en los primeros años de la democracia?
¿Y Menem? ¿Tan condenable fue que, luego de que el país se
desangrara y murieran miles de personas asesinadas de los modos más sádicos
imaginables, quisiera dar muestras de una reconciliación y de la superación de
cuarenta años de odio entre peronistas y antiperonistas? ¿Nada hay que
reconocer, ni mérito alguno que destacar, en el haber logrado un sistema de
alianzas militares que le permitieron aislar y desarmar el último intento de un
golpe de Estado fascista preparado por Seineldín en vísperas del arribo del
presidente de los Estados Unidos?
No es frívolo afirmar que la historia argentina, diagramada
desde el poder con el maquillaje de algunas academias, es una novela. Un relato
de ficción. La historia es para nosotros, lectores de la argentinidad, un
motivo de alta intensidad emocional al tiempo que un entretenimiento
compartido. Si bien ha sido escrita por cientos de historiadores, a veces
parece que todos pudieran ser resumidos en el nombre de un bardo cuyas palabras
hicieron a un pueblo: Homero; si quieren, agreguen Simpson.
Es posible que, de todos los universos imaginados desde que
Sherezade iniciara su relato de Las mil y una noches, en el caso nacional, la
historia sea para nosotros el género que enmascara con un cuento de hadas una
realidad no santa, cuya consecuencia es la postergación del pensamiento y la
captura de nuestro sueño.
No distinguimos entre historia y hagiografía. Nuestra
formación escolar añora la vida beatífica de los tiempos coloniales.
El revisionismo histórico se ha concentrado en denunciar el
monopolio portuario y atacar las pretensiones hegemónicas de los porteños.
Convirtió el espíritu de sospecha de la hermenéutica del siglo XIX en pereza
intelectual, y no sólo por su contribución al agregado de feriados. Como dijo
Halperin Donghi, bajo cada monumento se busca alguna miseria. Sus ideales
oníricos imaginan una patria federal con artesanías pujantes, saladeros
dinámicos, siestas coloniales, atardeceres pampeanos, estancieros verdaderamente
criollos e historiadores subsidiados. Todo su arsenal crítico se invierte en
achacar la culpa de nuestros inútiles devaneos y nuestro estancamiento a la
generación del 80, a su política de integración al mercado mundial liderado por
el imperio británico y a la indiscriminada política inmigratoria. Cuando no al
ideal civilizatorio de Sarmiento, con la boca cerrada y los ojos vendados ante
nuestra actual integración “bolivariana” al mercado mundial liderado por China.
Nacionalismo con chicana se ofrece a granel para felicidad
de muchos. Así se narra el relato actual desde el poder, con el agregado del
setentismo, que sostiene que en un país con tanta desigualdad el sistema
representativo no es más que un despacho de contadores al servicio de la oligarquía,
y que la justicia social sólo llega de la mano de un jefe absoluto conductor y
protector de los pobres.
Este tapiz termina de tejerse con residuos mal digeridos del
socialcristianismo tradicional y con el armado de la nomenclatura propia de un
supremo soviet.
En un país como el nuestro, que ha crecido según el relato
oficial a tasas llamadas “chinas”, donde en diez años ha mejorado la vida de
casi toda la población, donde la agroganadería se ha enriquecido, los
industriales poseen plantas en actividad, las clases medias han reconstituido
su sistema tradicional de consumo vía automóviles, electrodomésticos y turismo,
los educadores han mejorado sus salarios y los trabajadores se han reinsertado
en el proceso productivo luego de años de depresión, ¿cuál es el motivo por el
que, en lugar de vivir en una sociedad apaciguada, dispuesta a dialogar sobre
su pasado, rectificar errores, reconocer pasos en falso, sospechar de los
fanatismos y consolidar el progreso, se encuentra hoy en un clima de odio social,
político y en una batalla cultural que fracciona la sociedad en bandos
enemigos?
Porque el espíritu de revancha es para muchos conveniente.
Presente
Nuestra sociedad no ha modificado su matriz productiva desde
1929. Depende de sus materias primas para financiar bienes de capital,
tecnología y energía. Sus partidos políticos tradicionales tienen acta de
defunción. La política depende de los recursos del Estado, desde el gobierno
central hasta las intendencias. La caja distribuye y construye poder. El
funcionamiento de las instituciones ha ingresado en un camino regresivo
peligroso. Caudillos con matones al servicio de un jefe en una red de mandos
piramidal con mecanismos totalitarios dependen de un sistema coercitivo de
lealtades. El problema se agrava porque los cabos de esta red están sueltos y
dispersos. Es un andamiaje que se ha infiltrado en las fuerzas de seguridad, en
la protesta social, en los clubes de fútbol, en las zonas marginales, en el
narcotráfico.
Vivimos en una supuesta democracia de tipo plebiscitaria
reforzada por el poder de resonancia de medios masivos de comunicación y de sus
recursos periodísticos. Funciona a golpes de efecto, con una Justicia y una ley
bifrontes. La Presidenta, al anunciar que la Constitución no se reformaría, dio
el guiño que muchos esperaban para que se iniciara la operación clamor.
Este tipo de democracia tiene algunas consecuencias. Una es
la desaparición del Estado. Al menos de un Estado configurado en lo que se
llama democracia republicana. No se trata sólo de la división de poderes que
garantiza los derechos ciudadanos, y mucho menos de la apropiación estatal de
fuerzas productivas ni de recursos estratégicos, sino de algo más cotidiano,
vital e imprescindible: del monopolio de la violencia bajo el imperio de la
ley.
Se lo llama seguridad, y se intenta hacer creer que es un
problema inventado por los ricos, los rubios o la oposición. Se oculta que los
delitos más salvajes se perpetran en los barrios marginales y los padecen los
sectores más humildes. Para desdibujar su realidad se nos compara con la ciudad
de San Pablo, y así mejorar la imagen de una vida pretendidamente sosegada.
Por otro lado, se niega un clima de embrutecimiento generado
por un pensamiento que ha reemplazado la crítica por la delación, el fanatismo
y las amenazas, que se justifican en nombre de una concepción de la política
como espacio donde se agudizan los conflictos, en los que uno solo de los
protagonistas queda en pie.
Se insiste con que en nuestro país hay libertad de prensa,
que nadie está en la cárcel por sus opiniones y que la crítica al Gobierno es
sostenida, corporativa, artera. Se nos presenta un poder que hace gala de
generosidad porque presta la libertad –supuestamente un derecho inalienable–
sin dejar por eso de alimentar una especie de odio cívico, interciudadano, que
parece ser útil a facciones encumbradas en el Estado a las que les reditúan las
divisiones.
El “vamos por todo” no es mera retórica. La implosión del
sistema de seguridad y la distribución anárquica de armas de fuego son una
realidad. Además, las condiciones emergentes para focos de violencia que ya se
perciben están legitimadas por lo que se llama “el relato”.
Liberación o dependencia, pobres contra ricos, oligarquía
contra pueblo, Estado contra mercado, monopolios contra Gobierno y el reciclaje
del vocabulario setentista con la imagen de Evita Montonera y del tío Cámpora
envasado ofrecen una inmejorable liturgia para los nuevos factores de poder.
Vivimos tiempos de cruzada ideológica, que rememora la de la
década anterior a la bautizada como “maravillosa”, como lo fue la revolución
argentina del Opus Dei de los 60. Este gobierno, como aquél, hace de la cultura
un aparato de Estado con la misión de elaborar un relato fundacional. Por
supuesto que hay diferencias ideológicas entre los cursillos de la cristiandad
y las clases de camporismo en las escuelas, la cara y ceca de un solo canon,
con la convicción compartida de la importancia de una batalla cultural para
regenerar a la nación. Y la matriz ética es idéntica: búsqueda de herejes y
traidores, en un caso ateos, marxistas, hippies, judíos, y en el otro gorilas,
los de la Corpo, destituyentes y neoliberales. El mismo maniqueísmo, la misma
profecía salvacionista encarnada en un nuevo santo llamado Nestornauta.
Es cierto que ningún poder se establece sin relatos. Pero no
es lo mismo un gobierno que deja en la sociedad civil la creatividad y la
responsabilidad de sus producciones culturales potenciando su realización con
el apoyo estatal de acuerdo con un abanico amplio de tendencias estéticas e
ideológicas, que un Estado ocupado por un grupo que se arroga una misión
histórica regeneradora.
Distribuida la baraja social de un modo bélico que separa
leales de traidores, la simulación –inmejorable palabra originada en un libro
de Rodolfo Terragno– consiste en acusar al bando contrario de agresión y
arrogarse la voluntad pacificadora. “A nadie han tratado tan mal” es la persistente
queja de la víctima en su función actoral.
Tenemos la particularidad de que nos gobierna un tipo de
político que hace de la confrontación y del sectarismo su modo exclusivo de
perpetuarse en el poder. Pero todo tiene un límite.
Quizás los que hoy presiden la república piensen que también
deberán retirarse aunque sea por un tiempo. Especularán con un caos futuro.
Menem le entregó a De la Rúa una bomba de tiempo. Deuda externa, déficit
fiscal, recesión económica. Hoy la política económica del modelo kirchnerista
se saca el antifaz con su adhesivo de crecimiento con inclusión y queda la cara
descubierta y tajeada de una economía convertida en un casino. Este gobierno,
en caso de no seguir, ya prepara su bomba de tiempo para que le estalle al que
venga. Desde una justicia deformada –en la que jueces y fiscales se juegan la
vida cada vez que los ocupantes del poder son investigados– convertida en un
monstruo jurídico, hasta una economía diagramada por fulleros, con su timba de
patacones verdes por ahora demorados, desabastecimiento, controles a viajeros,
lavado de dinero y fuga precipitada de capitales generados por la corrupción.
Futuro
El futuro, hermosa palabra. Nuestro país no termina con el
kirchnerismo. La corrupción tampoco termina con el kirchnerismo. Además, no se
trata de corrupción sino de impunidad. Lo que este gobierno inauguró –de un
modo semejante al de Menem– es un nuevo robo para la corona con fiesta y
algarabía. Nadie oculta su enriquecimiento personal, salvo los mecanismos
puestos en funcionamiento para lograrlo. Pero lo que también introdujo es un
cambio en el relato. Pasó de la frivolidad menemista a la moralidad de los
derechos humanos y a la prédica igualitaria legitimada por héroes y mártires
del pasado. Por eso llevó a cabo una estafa ideológica. Un lenguaje emancipador
que encubre negocios personales por parte de personajes camaleónicos.
Pero hablemos del futuro, nuestro tiempo ausente. Argentina
es una reserva natural en un planeta que se agota. Agua dulce, tierra fértil,
minerales estratégicos, energía, plataforma submarina con riqueza pesquera.
Esta inmensa riqueza ha permitido que se organizara una economía extractiva. Se
chupa lo que hay. Se contamina el agua, se malgasta energía, se desertifican
los suelos y se deja contrabandear la pesca.
Si queremos que estos dones terrestres redunden en beneficio
de la sociedad se necesitan capitales, tecnología y recursos humanos. Por lo
tanto, obliga a ubicarse de un modo tal en el mercado mundial que permita el
acceso a las mencionadas fuerzas productivas. Para lograrlo, nuestra nave
nacional debe arriar la bandera del patrioterismo y enarbolar otra, quizás la
celeste y blanca, sin tanto griterío y un poco más de seriedad.
Los vociferantes que hablan de los imperios, de lo mal que
se portan los ricos, de los abusos que se permiten los gigantes, olvidan el
sentido de las proporciones. La política tiene un principio ineludible: saber
quién se es, con qué se cuenta y qué puede hacerse.
Nuestro país puede ser original en cómo destruirse. Lo ha
hecho en su medida y armoniosamente con sus riquezas y su pueblo. Pero no es
tan inventivo en cómo construirse. Inserto en mercados continentales a merced
de la demanda global, su margen de maniobra tiene un radio de giro muy corto.
El delirio de grandeza y la bravata compensatoria terminan no en el mito
heroico, sino en la mitomanía.
Nadie quiere pensar en el término de veinte años, pero esos
veinte de todos modos pasarán, y cada vez más rápido, en especial cuando se
mira para atrás. Proyectar sólo para dos, como se hace de acuerdo con el
calendario electoral, es más agitación que movimiento.
No es fácil pensar en el largo plazo. Invocar un posible
consenso sobre políticas de Estado no debe ser una salida retórica. Hay una
costumbre entre politólogos –ya sean académicos, periodistas o políticos
profesionales– de diseñar planes faraónicos, desde migraciones poblacionales
hasta nuevos mapas regionales, planes de seguridad, ingresos al mercado mundial
con productos de alto valor agregado, todos los ingredientes del orden y el
progreso de los argentinos, que dignifican simposios y textos ritualmente
correctos.
Esta tendencia del idealismo racionalizado no toma en cuenta
algo básico: los factores de poder. Argentina no es un desierto que haya que
poblar, ni siquiera lo era en tiempos de Alberdi. La sociedad no es una materia
prima que se pueda moldear de acuerdo con una ingeniería progresista que supone
el triunfo de la cordura.
Los gobiernos de nuestro país se encontrarán con resistencia
gremial y corporativa absoluta si se quiere mejorar el funcionamiento de
sectores de la economía y la sociedad. Negociar con los centros dispersos de
poder será una imposición para que un nuevo elenco que comience un período
presidencial se proponga terminarlo.
La sociedad no está dividida en clase media, pobres e
indigentes. El tejido social tiene un entramado bastante más sutil, con varios
filamentos por debajo de la superficie.
Hablar de los pobres sin serlo es un deporte muy practicado.
Lo ejercemos con la habilidad que tiene el tero, ave símbolo de la protesta
generalizada. Su graznido es el de los grupos de interés que se ponen de
acuerdo en oponerse a lo que aparentemente los daña, pero nunca hablan de lo
que los beneficia. En realidad, nadie querrá ceder nada de lo obtenido ni en
espacios de poder ni en recursos.
Por eso es necesario que se piense al país con visión de futuro.
Como lo hicieron algunos grandes de nuestra historia. Fuimos un país en el que
millones de habitantes vinieron a “poner”: dinero, trabajo, ideas, proyectos,
esfuerzo; en el que poco y nada se pedía salvo trabajo, libertad y paz.
Nuestros padres y abuelos vinieron de lugares de hambre, persecución y guerra.
Ese país tenía futuro. No era un país en el que se “sacaba” dinero, riquezas,
inteligencia. Hemos pasado del arraigo a la fuga. Revertir ese proceso es la
tarea.
(*) Filósofo
© Perfil.com
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