"Rajoy y Cristina son analfabetos con la osadía de la ignorancia”
Tras
ejercer como corresponsal de guerra durante 20 años, el escritor reinventó el
género de aventuras. Es uno de los principales referentes de la lengua
española. Y el más irreverente. Porqué piensa que “si la Argentina se hubiese
dejado invadir por Inglaterra, hoy sería feliz”.
Arturo Pérez Reverte es el mismo hombre. Es aquel
de talante duro, mirada aguda y andar elegante que, durante 21 años, esquivó,
con destreza, las minas que podrían haberle hecho volar las tripas cuando era
un joven corresponsal de guerra. Es el reportero gráfico devenido en novelista
aventurero, solitario y navegante, que traza su vida como si toda ella no fuera
otra cosa que una partida de ajedrez.
Es el intelectual irreverente que, desde
su cuenta en Twitter, arremete enfurecido, en una suerte de “ejercicio
higiénico”, contra la dirigencia política, la modernidad, Europa y las
banalidades cotidianas. Es el escritor de lengua incisiva que, cual compadrito
de antaño, no vaciló en afirmar, con cierto sentido desafiante, que el
mismísimo Jorge Luis Borges había sido un gilipollas por su falta de amabilidad
hacia lo español. Y es, también, un alma compasiva, enternecida por los perros
que, también desde la red de microblogging, se solidariza con refugios caninos
y postea imágenes de cachorros (y no tanto) que necesitan un hogar.
Miembro de la Real Academia Española, con 29 libros
publicados, y traducido a varios idiomas, Arturo Pérez Reverte se convirtió en
un best seller con Las aventuras del
capitán Alatriste, una saga en 7 entregas que incluso llegó a la pantalla
grande: protagonizada por Viggo Mortensen, se convirtió en una de las películas
más caras del cine español (24 millones de euros).
Mano a mano
Invitado a participar de la 40º edición de la Feria
Internacional del Libro de Buenos Aires, conversó con Clase Ejecutiva sobre las
aristas de la actualidad que lo interpelan tanto –o más– que cuando estaba en
las trincheras.
-Ha dicho que la Argentina le genera sentimientos
muy ambivalentes. Mucho amor, ¿mucho odio? ¿Por qué?
-No, odio nunca he sentido. He sentido amor y he sentido desdén, furia. Una de las muchas guerras en las que me tocó trabajar –en 21 años de coberturas– fue la de las Malvinas. Estuve aquí, la viví muy de cerca. Siempre procuré ser un reportero distante, nunca sentirme comprometido sentimentalmente con el trabajo que hacía, pero en la Argentina fue distinto. En la guerra, los que morían eran chicos que se llamaban Sánchez, Fernández, gente de mi misma franja racial, cultural, lo que quieras llamar. Y yo quería que ganaran... Pero era un problema porque “si ganan –pensaba– el cabrón de Galtieri va a ganar. Pero si pierden, van a perder”. Entonces, era una especie de ambivalencia terrible que viví en esa época. Pero hubo un día que me hizo ver lo que era la Argentina, el lado malo, digamos. Caminaba por la calle Florida desde mi hotel, el Sheraton. Y ese día se jugaba un partido de fútbol por el Mundial, en España. Recuerdo que había estado en contacto con Puerto Argentino: combates, muertos tal, tal y tal. Y, de repente, escuché: “¡Goooooooooooooooool!”. Y aquí estaban hablando de fútbol. Esa es la Argentina que me hace sentir mal, incómodo, que me entristece.
-No, odio nunca he sentido. He sentido amor y he sentido desdén, furia. Una de las muchas guerras en las que me tocó trabajar –en 21 años de coberturas– fue la de las Malvinas. Estuve aquí, la viví muy de cerca. Siempre procuré ser un reportero distante, nunca sentirme comprometido sentimentalmente con el trabajo que hacía, pero en la Argentina fue distinto. En la guerra, los que morían eran chicos que se llamaban Sánchez, Fernández, gente de mi misma franja racial, cultural, lo que quieras llamar. Y yo quería que ganaran... Pero era un problema porque “si ganan –pensaba– el cabrón de Galtieri va a ganar. Pero si pierden, van a perder”. Entonces, era una especie de ambivalencia terrible que viví en esa época. Pero hubo un día que me hizo ver lo que era la Argentina, el lado malo, digamos. Caminaba por la calle Florida desde mi hotel, el Sheraton. Y ese día se jugaba un partido de fútbol por el Mundial, en España. Recuerdo que había estado en contacto con Puerto Argentino: combates, muertos tal, tal y tal. Y, de repente, escuché: “¡Goooooooooooooooool!”. Y aquí estaban hablando de fútbol. Esa es la Argentina que me hace sentir mal, incómodo, que me entristece.
-¿Podría pensar a la Argentina como una mujer?
-No. Y si fuera una mujer, sería una muy poco honorable, en ese sentido. Antes tenía la idea de que había ciudades masculinas y femeninas. Por un tiempo, lo sostuve. Quizás sea cierto: Nápoles o Madrid son masculinas; Venecia o París son femeninas. Es una teoría personal que tampoco vale para contarla fuera de mis propios códigos personales. Pero, los países son... Y más ahora, en que los teléfonos móviles, Internet y la estupidez en la que Occidente se balancea suicidamente nos hegemoniza a todos, no creo que la Argentina sea diferente de España o de Francia en ese sentido. Es un país más caótico pero, ¿sabes lo que pienso? Más temprano iba por Recoleta. Pensaba que si este país, en 1812, en vez de luchar contra los ingleses, se hubiese dejado invadir y esa burguesía criolla y rioplatense se hubiera aliado con el buen sentido y el parlamentarismo inglés y con el sentido práctico de la vida y con el no peso de la religión en la vida cotidiana, quizá la Argentina sería un país más feliz hoy. Quizá el haberse vinculado a España, a lo español, a lo latino; el haber sido poblada por italianos y españoles y no por irlandeses o por ingleses, quizá eso hizo una historia distinta. Y quizás la Argentina hubiera tenido mejor fortuna de haberse dejado conquistar. No es una teoría. Es una mera sensación de esta mañana.
-Sería, casi, como una historia contrafáctica, pero
a Jorge Luis Borges le hubiera gustado...
-Bueno, Borges era como era. No sé si lo hubiera disfrutado o habría dicho que lo disfrutaba porque, como sabes, Borges era siempre un tramposo genial. Pero, fíjate, eso me lleva a otra cosa interesante. Cuando llevas leyendo toda la vida, como yo, desde niño, y tienes una biblioteca grande, te das cuenta de que hay autores que se dejan atrás. No sé, pues, en mi caso, Tolstói, Scott Fitzgerald, Hemingway... Los leí, y los leí con fluidez: los exprimí. Y ahora los leo y descubro que ya está, que me dieron todo lo que me tenían que dar, que se han quedado atrás. No porque yo sea mejor sino porque me pasaron todo lo que podía obtener de ellos. Son muy pocos los autores que envejecen contigo. Poquísimos. Hay dos autores que envejecen conmigo, que son Conrad y Borges: cada vez que los leo, descubro cosas nuevas. Me siento como si recobrara la virginidad como lector. Todavía quedo deslumbrado por hallazgos que no sabía que estaban ahí. Es decir, se van moviendo conmigo. Y eso no ocurre con nadie más. Ojo, no estoy comparándome con Borges. Lo digo como lector.
-¿Y qué lo enfurece hoy de España?
-España y la Argentina son parte de un sistema que
se está yendo al carajo. Se está terminando porque todos los imperios se
terminan. Y esto se está acabando. No me enfurece la decadencia, porque es
inevitable. Y, además, hay los suficientes libros de Historia como para
comprender que son las reglas: hay que asumir que esto es así. Pero me enfurece
la estupidez. Me enfurece la ceguera. Me enfurece que, habiendo libros de
Historia que explican lo que está ocurriendo, ningún político, ningún
periodista, ningún escritor –bueno, es una generalidad: muy pocos de ellos–
acudan a esas fuentes para comprender. Me enfurece ver cuando un cretino dice:
“Ahora estamos abriendo el paso a un mundo nuevo”. Pero, ¿qué dices, idiota? El
mundo nuevo que viene no es el que tú crees: vienen los chinos, con su esclavitud
laboral; viene el islam, con su fanatismo. Eso es lo que viene. El Occidente de
Aristóteles, de Platón, de Erasmo de Rotterdam, de los derechos humanos, de la
Enciclopedia... ¡Se ha ido al carajo! Se acabó. Entonces, piensan que por
salvar a las focas, a las ballenas y por hacer una colecta o una conferencia
sobre de qué va a ser la literatura del próximo milenio, con eso creen que han
abierto caminos nuevos. Son tan idiotas, tan soberbios, tan arrogantemente
estúpidos... Y no comprenden que son vanos intentos crepusculares.
-¿Se puede evitar la caída?
-Lo que hay que hacer es educar a los jóvenes, no
para ese mundo nuevo y maravilloso que nunca va a existir y que cuando se
enfrenten a él se les caiga todo el castillo de naipes, sino para decirles que
siempre hay un iceberg delante del Titanic, que siempre hay un tsunami en la
playa paradisíaca. Educarlos para eso: para sobrevivir, para soportar, para no
ser excesivamente infelices en un mundo que se acaba. Dotarlos de las
herramientas intelectuales, morales y de solidaridad del peón del tablero para
que puedan soportar el dolor y la soledad y el fracaso del mundo que viene. En
mis novelas, los personajes con los que trabajo son, justamente, personas que
buscan mecanismos para sobrevivir a ese final del mundo. Ahí estoy: es posible
sobrevivir, pero no colectivamente. Ya no es posible la barricada todos juntos.
Eso no. Pero sí es posible a través de combates personales, amigos, grupos
pequeños, solidarios, francotiradores que se montan su primera trinchera.
-No me meto. Tengo una columna semanal de opinión y
ahí es donde ajusto cuentas. Pero es un ejercicio higiénico.
-Como lo que escribe en Twitter...
-Claro, porque no puedes estar callado. El silencio
a veces es cómplice, y lo que no quiero es que me tomen por tal. O sea: que yo
no crea en las grandes soluciones no quiere decir que sea cómplice de los hijos
de puta que las hacen imposibles. Entonces, si me callara pareciera que soy
cómplice. Y no es verdad. Con esos artículos y tuiteos, con eso poco, salvo mi
conciencia. Pero no pretendo cambiar ni adoctrinar. Aunque no creo en una ONG
Todos Somos Maravillosos, tampoco estoy de parte de los hijos de puta que
impiden que seamos maravillosos.
-No, en realidad, he venido a charlar con Jorge
Fernández Díaz, que es amigo mío. Hay un peligro en esta profesión. Si quieres
resistir el peligro de aislarte, de hacerte mayor, de encerrarte en tu mundo
confortable de escritor, que te aísla... Eso es peligroso porque te hace perder
el contacto con el lector, el contacto con la gente. De vez en cuando, hay un
tipo de lector al que me interesa ver a la cara, hablar con él, tocarlo, ver
para quién escribo. Porque, claro, yo no soy un artista. En la Argentina estáis
muy, supongo, mal acostumbrados a que todos los escritores son artistas: son
escritores sociales, que salen en los suplementos de diseño. Pero yo soy un
escritor profesional: soy un tipo que vive de sus historias. Tengo un mundo
narrativo que voy desarrollando. Y necesito el contacto con la vida real, no
con el suplemento cultural. Necesito ver la vida. Y lugares como éste me
permiten recuperar ese contacto. Además, articulo discursos al hablar con
periodistas: digo en voz alta cosas que a veces ni siquiera había considerado.
O sea, me comprendo mejor como escritor, porque me obligué a expresarme, a
contar, a razonar, a estructurar cosas que son sensaciones o intuiciones.
Entonces, me es muy educativo ese doble contacto público y periodístico.
-Ha dicho que, en su madurez, la mujer fue
adquiriendo un nuevo significado en su vida y, también por ello, fue ganando
protagonismo en las últimas novelas.
-¡Pero no es un descubrimiento! Son certidumbres
que vas adquiriendo, poco a poco, a medida que vas viviendo. Tengo una hija de
30 años, la he visto crecer, desarrollarse, ya tengo edad para mirar hacia el
pasado y ver a las mujeres de mi vida de una manera distinta a como las veía en
el momento, al calor de la cercanía. Eso permite, digamos, llegar a conclusiones
serenas. No en el calor de la pasión ni del momento concreto, sino con la
licencia que te da el tiempo y con la serenidad que te dan los años. Me he dado
cuenta de que una mujer, en una novela, ayuda a llegar adonde un hombre no
puede. La mujer tiene un recorrido –como narrador, me refiero– mucho más
extenso, profundo. Es como una guía que te lleva a lugares adonde no podrías ir
tú solo. Entonces, la certidumbre, la certeza de que eso es así ha hecho que en
las últimas cuatro o cinco novelas cada vez la mujer tenga una presencia más
decisiva en la estructura narrativa.
-¿El nacimiento de su hija coincide con la etapa en
que empezó a desarrollar su veta novelista?
-No, ella nació en 1983 y yo me hice novelista en
el 88. Era reportero y, de hecho, no la vi crecer: estaba siempre afuera.
Llegaba, la veía, volvía al cabo de 6 meses y había crecido. La crió su madre,
realmente. La paternidad tuvo algún tipo de influencia en mi carrera como
novelista pero no como sentimiento. Es una pregunta interesante porque, sinceramente,
el sentimiento de paternidad no está en mis novelas. Lo que sí está es la
observación que una mujer en formación introdujo en mi vida.
-Una vez mencionó una conversación con su hija,
cuando tenía 7 años, que le resultó decisiva...
-Sí, ese día comprendí. La paternidad no es la
emoción sentimental en el sentido que te produce ser padre. En el mundo en que
vivía, las emociones de ese tipo no tenían lugar. Habitaba un mundo muy brusco,
muy duro, de guerra en guerra, de viaje en viaje, de hoteles, de reportajes, de
incidentes. Mi hija no me introdujo factores emotivos, lo que sí me dio fue una
nueva forma de mirar a las mujeres. Me di cuenta de que las mujeres nacen con
una biografía ya hecha, mientras que los hombres tienen que hacérsela. Lo entendí
esa vez, cuando a sus 7 años, me dijo: “¡Papá...!”, con un desprecio, con una
chulería, con una altivez, con una superioridad intelectual, moral, enorme. Y
pensé: “Pero, ¡tiene 7 años! Todavía no la han engañado, no la han traicionado,
y ya sabe que los hombres somos despreciables. Ella sabe que es superior,
aunque tiene 7 años. Y lo sabe porque es mujer”. Entonces, empecé a intentar
analizar mi vida a la luz de las mujeres, palpitando la mirada de mi hija, y
descubrí cosas que no había visto. Empecé a mirar a la mujer de una forma
diferente. No se trata de cuestiones sociales, sino intelectuales. Es verlas de
una forma distinta y a comprender, primero, que buena parte de los pasos que un
hombre da en la vida están vinculados a mujeres, aunque no se dé cuenta de
ello. Incluso, cuando se es malo con ellas. Por otra parte, la mujer ha sido
siempre víctima, botín del vencedor, rehén del hombre; y eso le ha generado una
sabiduría silenciosa, una mirada de una lucidez extrema que la hace superior,
mucho más analítica de la realidad. La mujer está mucho más cerca de la verdad
de la naturaleza. Está mucho más cerca de los grandes horrores que el mundo
contiene. Mientras, el hombre se aturde con el fútbol, la guerra, el bar, los
amigos, el sexo; y se mueve por la vida sin esa lucidez serena que la mujer
aplica. Hasta las mujeres más tontas tienen esa intuición natural que los
hombres más listos no tienen. Y eso, como escritor, es una herramienta
valiosísima. Porque es como una navaja multiuso: en una mujer encuentras todo.
Hasta la mujer más feliz del mundo y mejor casada, tiene unas amarguras, unas
oscuridades y complejidades... Esa herramienta multiuso que es una mujer, en
una novela, me permite desarrollar aspectos de la narración que con un hombre
no podría. Por eso, las mujeres están tan presentes en mis novelas, directa o
indirectamente.
-Se lo intuye muy estratégico...
-Cada espacio, cada cosa. Para mí, en la vida, el
ajedrez ha sido muy importante desde pequeño. De hecho, el ajedrez y la
biblioteca son los dos puntos de partida de mi vida intelectual. Después, como
reportero, viví en países en guerra, donde es importante saber táctica: “Vamos
a trabajar. Cuando vengan los malos, será por allí. Cuando todo se vaya al
carajo, nos iremos por ahí”. Aprendí que, si la hierba está de pie, es que
nadie ha pisado, así que puede haber minas. Esa forma de moverse por el tablero
de la vida, táctica y estrategia, la aprendí con el ajedrez y la desarrollé en
la guerra. Al final, toda persona se contagia, en el sentido bueno de la
palabra, de aquello que frecuenta. No puedes evitarlo. Digamos que ajedrez y
guerra me han conformado. No sé si era así de niño. Lo que sé es que ahora, con
62 años, soy así. Ese tipo de planificación de la vida, como movimiento en el
tablero de ajedrez lo siento, lo vivo y me comporto de esa manera.
-¿Qué pasa con los que no tienen una táctica, sean
personas o países?
-El idiota siempre muere primero. La ausencia de
táctica, de conocimiento y de análisis previo del tablero hace que te maten
enseguida. El tonto, el arrogante, el irresponsable, el estúpido que va al
tablero pensando que lo que le han dicho... Es como los sanfermines. Hace poco,
una señora, una radical de estas ecologistas, inglesa... Yo amo a los perros.
Me da igual que muera un ser humano, porque merecemos morir, pero cuando un
perro desaparece, se va lo mejor que hay en el mundo. Pero esta idiota era una
ecologista que decía que la fiesta de los toros era... Y para demostrar que los
toros eran buenos se puso delante de uno. Obviamente, la corneó y la mató. Pues
eso: los idiotas mueren primero. Lo tengo confirmado. Recuerdo que Sarajevo se
había vuelto una guerra larga. Y llegó un momento en que todo periodista tenía
que pasar por Sarajevo, una vez, para decir: “He estado en la guerra”. Y
llegaban como turistas. Nosotros éramos profesionales de verdad, hijos de puta
hechos en ese mundo. Llegaban éstos y decían: “Queremos ir al frente, ver de
verdad”. De los 52 que mataron en Sarajevo, 30 fueron esos turistas de la
guerra. Los idiotas mueren primero en todas partes, real o figuradamente.
-¿Se puede quitar la guerra de los sueños? ¿O las
escenas siguen apareciendo?
-Sí, pero no como pesadillas. No tengo pesadillas
con la guerra, sino con situaciones que ha generado... No son escenas del
horror, de las tripas. Eso, al final, es lo de menos. Un muerto, o un herido
que grita, no es lo peor. Lo peor son otras cosas: hay miradas, el caucho de
mis suelas dejando pisadas de sangre en el suelo después de que estallara una
bomba. Son esas las imágenes que vienen. Y después las asocias con otras y son
las que crean ese mundo que va contigo, estés durmiendo o despierto.
-Michelet, el historiador francés de la Revolución
Francesa, decía que sin Historia es imposible hacer política. Y es verdad.
Entonces, asombra la osadía. ¿Cómo se atreve este hijo de puta? En España, en
la Argentina, en Italia... Es igual. ¿Cómo se atreven a hacer política, a
explicar, a decir ‘Votadme’, a planear leyes? ¿Cómo se atreven si no saben, si
no tienen referencias? Te das cuenta de que son analfabetos con la osadía de la
ignorancia. Entonces, lo que recomendaría a cualquiera que se dedique a la
política es la Historia. Ya lo decía Platón, hace muchos siglos... Desde que el
hombre de Occidente existe se viene diciendo, no es nada nuevo: sin Historia no
hay posibilidad de acometer el presente. No te puedes mover por el presente, no
puedes actuar en él. Conocer la Historia, sus mecanismos de análisis, de
comprensión, te da la sabiduría del tablero. ¿Cómo te atreves a moverte sin
saber las reglas del ajedrez?
-¿Y con una Historia que parece tan cíclica?
-Es que no parece, es. Hay dos grandes tendencias
históricas. Una era de Spengler, que decía que la Historia es un movimiento
circular, que volvemos al mismo sitio, se va repitiendo. Y Toynbee decía que es
una situación de sube y baja, pero siempre igual. Es cíclica, en cualquier
caso. Y es verdad: la Historia siempre tiene pequeños cambios, pero las grandes
líneas se mantienen siempre. Entonces, vemos los mismos procesos en los
imperios: civilizaciones de auge, de salida, de vigor, de consolidación, de
decadencia, de bárbaros que llegan y actúan, de destrucción final. Ha ocurrido
mil veces. Entonces, si lees, conoces los síntomas. Por eso sé que nos estamos
yendo al carajo. El imperio romano tardó siglos en caer. No se puede saber
cuándo va a pasar pero sé que, cuando suceda, no estaré aquí. Ni tú tampoco.
Pero, igual, ¿qué más da? La cuestión es darte todas las herramientas para
poder sobrevivir en la fase en que te ha tocado vivir. Y si tienes hijos o
gente a la que ames, darles herramientas para que se estén defendiendo cuando
llegue el turno. Y todo pasa por la biblioteca. Antes había élites cultas que,
al menos, nos transmitían su análisis de lo que estaba ocurriendo. En este
siglo están desapareciendo, por lo cual no habrá una transmisión a la
posteridad de las circunstancias de esta decadencia.
-Apenas lo que pueda entrar en 140 caracteres...
-Y ahí entra muy poco. Eso es lo terrible. Y cuando
se va la luz y no puedes recargarlo, no existe... Si pudiésemos resumir nuestra
conversación, diría eso: cuando se vaya la luz, ya no existiremos.
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